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PRIMERA PARTE
l primer lunes de abril de 1625, llegaba al
pueblo de Meung un joven gascón llamado
D’Artagnan. Llevaba una espada muy larga
colgada a un costado, pero se hacía notar es
pecialmente por ir montado en un caballo de un estridente co
lor amarillo. El caballo le había sido regalado por su padre, jun
to con quince escudos y una carta para el señor de Tréville, el
capitán de los mosqueteros del rey, antes de que el joven par
tiera hacia París para hacer fortuna.
—Hijo mío —le había dicho—, al llegar iréis a ver al señor
de Tréville con esta carta que os doy. A pesar de la prohibición
de los duelos
, se ha batido en incontables ocasiones y ha llega
do a ser capitán de los mosqueteros, una legión que el rey res
peta y que el cardenal teme, él que no teme casi a nada.
Dicho esto, el padre de D’Artagnan ciñó a su hijo su propia
espada, su madre le dio la receta de un bálsamo que, según ella,
curaba casi todas las heridas, y el joven emprendió el camino.
En Meung, al dejar el caballo en la puerta del hostal del
Franco Molinero, vio por una ventana que daba a la planta
baja a un gentilhombre
que conversaba con dos personas que
reían con ganas. ¡Estaban hablando de su caballo! El individuo
tenía unos cuarenta años, ojos negros y penetrantes, y un bi
gote también negro y bien recortado. D’Artagnan, sintiéndose
insultado, avanzó con una mano en la espada.
—¡Vos, señor! —gritó—. Decidme de qué reís y así reire
mos juntos.
El desconocido se retiró de la ventana, salió del hostal y se
acercó al gascón.
—Este caballo tiene un color muy conocido en botánica,
pero muy poco común en el mundo animal —dijo en tono
burlón. Y, dando media vuelta, se preparó para volver a entrar
al establecimiento.
Entonces D’Artagnan sacó la espada de la vaina y empezó a
perseguirlo mientras gritaba:
—¡Daos la vuelta, que no quiero heriros por detrás!
Pero en ese momento, los dos compañeros del hombre y el
dueño del hostal cayeron sobre D’Artagnan armados con palos
y garrotes. Un garrotazo le partió la espada. Otro le hizo caer
casi sin sentido. Como mucha gente acudía al lugar de los he
chos, el hostelero y sus mozos, temiendo un escándalo, llevaron
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