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Capítulo 1
La primera noche
Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar.
Se decía: Siempre me toca hacer el papel de tonto.
Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser tragado por un pez gigantesco y
desagradable, y cuando estaba a punto de ocurrir llegaba a su nariz un olor terrible.
O se deslizaba cada vez más hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar
cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más y más rápido, hasta despertar
bañado en sudor.
Hasta que un día apareció el diablo de los números.
Robert vio a un señor bastante mayor, más o menos del tamaño de un saltamontes,
que se columpiaba en una hoja de acedera y le miraba con ojos relucientes.
-¿Quién eres tú? -preguntó Robert.
El hombre le gritó, sorprendentemente alto: -¡Soy el diablo de los números! Pero
Robert no estaba de humor para aguantarle nada a semejante enano.
-En primer lugar -dijo-, no hay ningún diablo de los números.
-¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás hablando conmigo, si ni siquiera existo? -Y en
segundo lugar, odio todo lo que tiene que ver con las Matemáticas.
-¿Por qué? -«Si dos panaderos hacen 444 trenzas en seis horas, ¿cuánto tiempo
necesitarán cinco panaderos para hacer 88 trenzas?»
Si me agobias en sueños con deberes, gritaré. ¡Eso se llama malos
tratos a menores! -Si hubiera sabido que eres tan cobardita -dijo el diablo de los
números-, no habría venido.
Todo aquello estaba empezando a resultarle un poco inquietante.
-Si es tan sencillo hablar de Matemáticas como de películas o de bicicletas, ¿para
qué se necesita un diablo? -Por eso mismo, querido -respondió el anciano-: Lo
diabólico de los números es lo sencillos que son. En el fondo ni siquiera necesitas
una calculadora.
Para empezar, sólo necesitas una cosa: el uno. Con él puedes hacerlo casi todo. Por
ejemplo, si te dan miedo las cifras grandes, digamos...cinco millones setecientos
veintitrés mil ochocientos doce, empieza simplemente así: y sigue hasta que hayas
llegado a los cinco millones etcétera.
¿Cómo lo sabes? -preguntó-, ¿Has probado a hacerlo? -No, no lo he hecho. En
primer lugar llevaría demasiado tiempo, y en segundo lugar es superfluo.
Robert se quedó igual que estaba.
-O puedo contar hasta llegar allí, y entonces no es infinito -objetó-, o si es infinito
no puedo contar hasta allí.
-¡Mal! -gritó el diablo de los números. Su bigote temblaba, se puso rojo, su cabeza
se hinchó de rabia y se hizo más y más grande.
-¿Mal? ¿Por qué mal? -preguntó Robert.
-¡Necio! ¿Cuántos chicles crees que se han comido hoy en todo el mundo? -No lo sé.
-Más o menos.
-Muchísimos -respondió Robert-. Sólo con Albert, Bettina y Charlie, con los de mi
clase, con los que se han comido en la ciudad, en toda Alemania, en América...
miles de millones.
-Por lo menos -dijo el diablo de los números-.
De hecho, sacó del bolsillo un auténtico chicle.
Solo que era tan grande como la balda de una estantería, que tenía un aspecto
sospechosamente lila y que estaba duro como una piedra.
-¿Eso es un chicle? -Un chicle soñado -dijo el diablo de los números-.
Lo compartiré contigo. Presta atención. Hasta ahora está entero. Es mi chicle. Una
persona, un chicle.
Puso un trozo de tiza, de aspecto sospechosamente lila, en la punta de su bastón y
prosiguió: -Esto se escribe así:
-También se puede hacer al revés -añadió el anciano.
-¿Al revés? ¿Qué quieres decir con al revés? -Bueno, Robert -el anciano volvía a
sonreír-, no sólo hay números infinitamente grandes, sino también infinitamente
pequeños. Y además, infinitos de ellos.
Al decir estas palabras, el tipo agitó su bastón ante el rostro de Robert como si de
una hélice se tratara.
Se marea uno, pensó Robert. Era la misma sensación que en el tobogán por el que
con tanta frecuencia se había deslizado.
-¡Basta! -gritó.
-¿Por qué te pones tan nervioso, Robert? Es algo enteramente inofensivo. Mira,
sacaré otro chicle.
Aquí está...
-¿Ves? -dijo el anciano, borrando descuidadamente el cielo con la mano hasta que
desaparecieron todos los unos-. Naturalmente, sería mucho más práctico que se nos
ocurriera algo mejor que sólo 1 + 1 + 1 + 1... Por ese motivo inventé todos los
demás números.
-¿Tú? ¿Dices que tú has inventado los números? Perdona, pero eso sí que no me lo
creo.
-Bueno -dijo el anciano-, yo o algunos otros.
Da igual quién fue. ¿Por qué eres tan desconfiado? Si quieres, no me importa
enseñarte cómo se hacen todos los demás números a partir del uno.
-¿Y cómo es eso?
-Muy fácil. Lo hago así:
-Probablemente para esto necesitarás tu calculadora.
-Tonterías -dijo Robert-:
-¡Estupendo! -dijo Robert-. Ahora ya tenemos un tres.
-Bueno, pues ahora no tienes más que seguir haciendo lo mismo.
Robert tecleó y tecleó:
-¡Muy bien! -el diablo de los números le dio unas palmadas en la espalda a Robert-.
Esto tiene un truco especial. Seguro que ya te has dado cuenta.
Si sigues adelante no sólo te salen todos los números del dos al nueve, sino que
además puedes leer el resultado de delante atrás y de detrás adelante, igual que en
palabras como ANA, ORO o ALA.
Robert siguió intentándolo, pero al llegar a
la calculadora entregó su espíritu. Hizo ¡Puf! y se convirtió en una pasta verde
cardenillo que se escurría lentamente.
-¡Maldición! -gritó Robert, quitándose la masa verde de los dedos con el pañuelo.
-Para eso necesitas una calculadora más grande.
Para un ordenador decente una cosa así es un juego de niños.
-¿Seguro? -¡Claro! -dijo el diablo de los números.
-¿Y siempre sigue así? -preguntó Robert-. ¿Hasta que te aburras? -Naturalmente.
-¿Has probado con...?