La tercera fue el Principado, instaurada por Octavio, sobrino e hijo adoptivo de Julio César, quien tuvo la habilidad de crear una especie de “imperio democrático” para salvar en parte las instituciones republicanas,
aunque permitiendo el control político, cada momento más acentuado, en
manos de un ciudadano, que, sin dejar de ser tal, era el primero entre todos ellos: el príncipe (princeps inter cives). A través de una serie de resoluciones adoptadas por el Senado y los comicios, Octavio, a quien a partir de ahora se le llamaría Augusto, fue concentrando en sus manos las facultades y prerrogativas que hasta entonces se encontraban distribuidas a los magistrados, esto es, el poder consular y la facultad tribunicia, lo que le otorgó la inviolabilidad y el derecho al veto. Por otra parte, fue senador, censor, supremo jefe militar, director de la moneda y de la política internacional. Con esos poderes, Augusto gobernó durante un largo periodo en el que organizó el erario, el ejército y la administración de las provincias conquistadas, embelleció la ciudad con magníficos edificios públicos y templos (según el historiador Suetonio, Augusto se jactaba de haber recibido una ciudad del ladrillo que había convertido en una ciudad de mármol), fomentó la moralidad con estrictas leyes que regulaban el comportamiento de los romanos, así como el nacionalismo, mediante normas tendientes a proteger la identidad romana. Además, desde un punto de vista literario, su época fue el “Siglo de Oro” de las letras latinas, floreciendo en ella filósofos, historiadores, poetas y dramaturgos
ROMA IMPERIAL