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DERECHO AGRARIO

ARTÍCULO 27 CONSTITUCIONAL

La Nación, soberana, anunciaba que se dedicaría en lo sucesivo a transformar el dominio de tales propiedades, todo esto en aras de la justicia, “para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública”. Algo de eso poco a poco se cumplió. A lo largo del siglo XX, decir “artículo 27” sería evocar dos grandes gestas episódicas de reorganización y redistribución hechas por el Estado bajo su amparo: la reforma agraria ejidal y la nacionalización del petróleo. El impacto de esas reformas fue indudablemente enorme. Por ello no hay artículo constitucional más famoso ni más nacionalista que el 27. Llevan su nombre calles, escuelas, poblados y ejidos a lo largo y ancho del país. En el imaginario republicano del siglo XX, el 27 fue el gran repositorio genético de la retórica, la identidad y las políticas públicas surgidas de la Revolución, el referente por excelencia de toda una época histórica que por lo demás ya ha quedado atrás, tal y cual lo señalan, entre tantas otras cosas, las propias reformas que ha sufrido en los últimos 25 años. De aquel viejo artículo 27 todavía quedan pedazos en la versión vigente. Algunos son declaraciones de principios que aún se sostienen. Otros resultan ya irrelevantes en sus efectos y son apenas vestigios de antiguas razones; permanecen en el texto testimonialmente, símbolos en sí mismos indescifrables de un momento fundacional ya muy distante.

El artículo 27 de 1857, vigente hasta 1917, había ratificado la primacía del derecho individual a la propiedad privada, concediéndole al Estado la posibilidad de soslayarlo sólo en ciertos casos. El texto era breve y directo: “la propiedad de las personas no puede ser ocupada sino por causa de utilidad pública y previa indemnización”. Utilizaba luego esa potestad limitada para prohibir que las corporaciones civiles y eclesiásticas poseyeran bienes raíces, con mínimas excepciones. 60 años después el nuevo artículo 27 confirmó el carácter normativo del derecho a la propiedad privada, pero lo fundó en un principio diferente que le otorgaba al Estado una capacidad de intervención mucho mayor: “la propiedad de las tierras y las aguas corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares constituyendo la propiedad privada”.

De este modo, si bien la propiedad privada de ciudadanos individuales o sociedades autorizadas sobre sus bienes raíces continuaría siendo el modo ordinario de dominio territorial, la nación dueña originaria y soberana por vía del Estado podría en lo sucesivo ejercer dicha potestad ampliamente para expropiar, limitar y regular esos derechos individuales previamente concedidos. Vale la pena recalcar entonces que de acuerdo con la nueva Constitución México seguiría teniendo un régimen territorial basado fundamentalmente en la propiedad privada. Contrasta, por ejemplo, con la nacionalización de toda la propiedad raíz decretada por la revolución bolchevique en Rusia por aquellas mismas fechas. En comparación, la de México sería en todo caso una revolución territorial netamente reformista, en la cual los dominios privados subsistirían y continuarían siendo la norma, aunque estarían sujetos, al igual que en la Constitución de 1857, a ciertas “expropiaciones por causa de utilidad pública”.

Lo que había cambiado considerablemente, por razones históricas y políticas, era la definición de la naturaleza de los poderes de intervención que le correspondían al Estado como representante de la nación, propietaria originaria. El anuncio en el artículo 27 de este nuevo ámbito de acción gubernamental reflejaba y reconocía la urgencia de transformar decisivamente la distribución de la tierra, motor de muchos de los conflictos que se habían desatado en años recientes. Esa voluntad de obrar cambios se haría patente incluso en la reformulación de la única frase heredada del viejo artículo 27 (1857). Mientras que en el antiguo texto las expropiaciones por causa de utilidad pública requerían “previa indemnización”, el texto de 1917 autorizaba que se hicieran “mediante indemnización”, una vaguedad semántica muy discutida que permitiría a fin de cuentas expropiar sin antes compensar a los antiguos propietarios, lo que en su momento facilitó la implementación de una reforma agraria a gran escala.

Esbozados ya estos principios generales, le tocaba entonces al texto definir las bases de la intervención pública en el ordenamiento del régimen de propiedad. La subsiguiente explicación y enumeración de las diversas prohibiciones, limitaciones y modalidades que se le habrían de imponer a la propiedad privada harían del 27 el más extenso y más complejo de los 136 artículos que compusieron la Constitución de 1917.

El artículo 27 prohibía o limitaba el derecho de toda una serie de entidades corporativas a poseer bienes raíces, y sobre todo fincas rústicas. Mantenía el espíritu anticorporativo de la anterior Constitución (1857), ahora extendido y actualizado. Las iglesias no podrían poseer ni administrar bienes raíces, pues sus propiedades ya habían sido nacionalizadas; las “instituciones de beneficencia pública o privada” (sin fines de lucro) podrían adquirir sólo los bienes “indispensables para su objeto”; las sociedades comerciales quedaban impedidas de “adquirir, poseer o administrar fincas rústicas”; y los bancos podrían financiar operaciones relativas a propiedades inmuebles, pero no se les permitía tener “más bienes raíces que los enteramente necesarios para su objeto directo”. Además, el derecho a poseer terrenos quedaba restringido a personas de nacionalidad mexicana, con la posibilidad de extenderse a extranjeros bajo ciertas condiciones. En fin, la Constitución le imponía enormes límites a la propiedad corporativa, y éstos eran aún más estrictos en ámbito rural, donde, con escasas pero importantes excepciones (que se analizan más adelante) quedaba prácticamente prohibida. Visto hasta aquí, era un texto que sin duda le hubiera agradado a los Constituyentes del 57, por la predilección que abiertamente le manifestaba a un régimen territorial centrado en la propiedad privada individual. Lo nuevo, entonces, sería el concepto de las modalidades de la propiedad privada.

El término “modalidades” en el texto constitucional original se refiere a las diversas formas de propiedad privada que el Estado tiene derecho a constituir y reglamentar. “La Nación”, declara el artículo 27 casi al comienzo, “tendrá en todo tiempo el derecho a imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público”. La nación como propietaria originaria le transfiere al Estado esta amplia facultad de diseñar y regular el ordenamiento de la propiedad; modalidades, formas, modos, estructuras —esto quiere decir que cualquier arreglo institucional de la propiedad territorial que se considere de utilidad pública queda al alcance de la ley—. Así, mientras que la herencia constitucional de la Reforma anticorporativa limitaba la propiedad privada territorial por la vía negativa (quienes no estarían facultados para poseerla), las modalidades representaban otro tipo de intervención del Estado, una acción positiva a favor de ciertas formas de organización de la propiedad privada.

Si bien en principio esta noción de modalidades de la propiedad podría haber servido para considerar toda una gama de posibilidades regulativas, en concreto su función se limitaría a abrirle un cauce legal a dos tipos de reformas a la tenencia de la propiedad rural que venían debatiéndose por algún tiempo, y con respecto a las cuales existía además una enorme presión social. La primera tenía que ver con el estatus legal de la propiedad comunal de los pueblos, que no era sino un modo de propiedad privada colectiva. La Ley Lerdo de 1856 y la Constitución de 1857 la habían proscrito como parte de una cruzada contra todas las corporaciones terratenientes, obligando a desamortizaciones y fraccionamientos que muchos juzgaban como causa del progresivo despojo y empobrecimiento de vastas poblaciones rurales que al verse reducidas al peonaje o al trabajo a jornal se habían levantado para exigir su derecho a la tierra. Los zapatistas habían puesto la legalización de la propiedad comunal como una de sus principales demandas, y los propios Constitucionalistas (cuya Constitución era ésta) habían comenzado desde 1915 a restituir —un poco a regañadientes— la tenencia comunal de modo provisional. El nuevo artículo 27 habría de reconocer ésta como la principal modalidad de la propiedad privada. “Los condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población que de hecho o por derecho guarden el estado comunal”, anuncia la fracción VI, “tendrán capacidad para disfrutar en común las tierras, bosques y aguas que les pertenezcan o que se les haya restituido o restituyeren”. Después de seis décadas de prohibición jurídica, la propiedad comunal de la tierra volvía a ser legal.

La segunda modalidad tenía que ver con las dimensiones idóneas de las fincas rústicas de propiedad individual (haciendas, latifundios, ranchos, etcétera). El fraccionamiento de las grandes propiedades había sido por más de dos décadas un gran tema de discusión. Preocupaban no sólo las consecuencias sociales de la creciente concentración de la propiedad rural, sino también los obstáculos que ésta presentaba para la modernización agrícola del país. Confluían aquí tres líneas de pensamiento distintas pero muy entrelazadas. Una apuntaba a las múltiples injusticias y tropelías asociadas con la propagación de los latifundios durante el largo mandato de Porfirio Díaz, y a la necesidad y obligación de revertirlas. Otra ligaba la subdivisión de las haciendas con la provisión de tierras para los pueblos, fueren o no de su antigua propiedad, pues de algún lugar habría que tomarlas. Quizás por la inmediatez de sus causales, ambos razonamientos saltaban a la vista.

La tercera línea de pensamiento, menos al descubierto, pero ciertamente de gran calado, remitía al ideal republicano de aquello que llevaba por nombre “la pequeña propiedad”. Era una vieja aspiración del liberalismo decimonónico con sus grandes desamortizaciones eclesiásticas y civiles, la inspiración de varios de los Constituyentes del 57: un mundo rural poblado por numerosos farmers poseedores de fincas de extensiones más o menos modestas, ciudadanos propietarios productores tanto de bonanza económica como de estabilidad política. La Reforma y sus convulsiones terminaron produciendo un ordenamiento de la propiedad rural marcadamente desigual, muy alejado del prototipo del pequeño propietario con todas sus supuestas virtudes, pero los liberales cercanos al constitucionalismo todavía albergaban esas aspiraciones, y para ellos el combate al latifundio marcaba el camino a seguir para implantar “la pequeña propiedad”.

La suma de todas estas razones (y de las diversas ideologías detrás de cada cual) puso al fraccionamiento de las grandes propiedades en la agenda reformadora del Congreso Constituyente y sirvió de base para la segunda de las modalidades impuestas a la propiedad privada territorial en el artículo 27: por causa de utilidad pública, las fincas rústicas tendrían una extensión máxima fijada por la ley. Y así, acorde con esta determinación, el texto constitucional anunció que “se dictarán las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios” y “para el desarrollo de la pequeña propiedad”, señalando más adelante que los próximos Congresos federales y estatales expedirían leyes en las cuales “se fijará la extensión máxima de tierras de que puede ser dueño un solo individuo o sociedad legalmente constituida”. Cualquier excedente tendría que ser vendido por el propietario en un plazo fijo, o de lo contrario sería expropiado por el gobierno.

Es evidente que todas las prohibiciones y modalidades relativas a la propiedad privada que desfilan a lo largo del artículo 27 son no sólo el producto de un diálogo con las leyes agrarias emanadas de la Reforma, sino sobre todo de una interpretación histórica de sus desastrosos efectos en manos de los gobiernos que las implementaron, sobre todo el de Porfirio Díaz. Lo peculiar del texto constitucional es que cuenta esa visión de la historia de la propiedad rural en cierto detalle, como si tuviera que explicar (y justificar) su proceder.

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