El artículo 27 prohibía o limitaba el derecho de toda una serie de entidades corporativas a poseer bienes raíces, y sobre todo fincas rústicas. Mantenía el espíritu anticorporativo de la anterior Constitución (1857), ahora extendido y actualizado. Las iglesias no podrían poseer ni administrar bienes raíces, pues sus propiedades ya habían sido nacionalizadas; las “instituciones de beneficencia pública o privada” (sin fines de lucro) podrían adquirir sólo los bienes “indispensables para su objeto”; las sociedades comerciales quedaban impedidas de “adquirir, poseer o administrar fincas rústicas”; y los bancos podrían financiar operaciones relativas a propiedades inmuebles, pero no se les permitía tener “más bienes raíces que los enteramente necesarios para su objeto directo”. Además, el derecho a poseer terrenos quedaba restringido a personas de nacionalidad mexicana, con la posibilidad de extenderse a extranjeros bajo ciertas condiciones. En fin, la Constitución le imponía enormes límites a la propiedad corporativa, y éstos eran aún más estrictos en ámbito rural, donde, con escasas pero importantes excepciones (que se analizan más adelante) quedaba prácticamente prohibida. Visto hasta aquí, era un texto que sin duda le hubiera agradado a los Constituyentes del 57, por la predilección que abiertamente le manifestaba a un régimen territorial centrado en la propiedad privada individual. Lo nuevo, entonces, sería el concepto de las modalidades de la propiedad privada.