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En psicoanálisis, el concepto de "castración" no responde a la acepción corriente de mutilación de los órganos sexuales masculinos, sino que designa una experiencia psíquica compleja, vivida inconscientemente por el niño a los cinco años aproximadamente, y que es decisiva para la asunción de su futura identidad sexual.

Hasta ese momento vivía en la ilusión de la omnipotencia. Con la experiencia de la castración, podrá aceptar que el universo está compuesto por hombres y mujeres, y que el cuerpo tiene límites; es decir, aceptar que su pene de niño jamás le permitirá concretar sus intensos deseos sexuales dirigidos a la madre.

Sin embargo, el complejo de castración que vamos a presentar como una etapa en la evolución de la sexualidad infantil, no se reduce a un simple momento cronológico. Por el contrario, la experiencia inconsciente de la castración se ve renovada sin cesar a lo largo de la existencia y puesta en juego nuevamente de modo peculiar en la cura analítica del paciente adulto.

El complejo de castración en el niño

Con ocasión del trabajo con un niño de cinco años, “Juanito” Freud descubre lo que denominará el complejo de castración. A través del análisis de este niñito, pero también apoyándose en los recuerdos infantiles de sus pacientes adultos, Freud aísla este complejo, descrito por primera vez en 1908. Podemos esquematizar la constitución del complejo de castración masculino en cuatro tiempos.

Primer tiempo: todo el mundo tiene un pene

Se trata del tiempo preliminar de las creencias infantiles, según las cuales no habría diferencia anatómica entre los órganos sexuales masculinos y femeninos. Esta creencia, reconocida por Freud en todos los niños —varones y mujeres—, constituye la premisa necesaria del proceso de castración.

El descubrimiento de la realidad de un ser cercano que no posee este atributo que se supone universal —madre, hermanita, etcétera— pondrá en jaque la creencia del niño y abrirá la vía a la angustia de ser un día también él privado de igual manera. Puesto que al menos un ser ha mostrado estar desprovisto del pene —piensa el niñito—, de ahora en más la posesión de mi propio pene deja de estar asegurada.

Segundo tiempo: el pene está amenazado

Es el tiempo de las amenazas verbales que apuntan a prohibir al niño sus prácticas autoeróticas y a obligarlo a renunciar a sus fantasmas incestuosos.

La amenaza de castración apunta al pene, pero sus efectos recaen sobre la fantasía del niño de poseer un día su objeto amado: la madre. Por lo tanto, a eso deberá renunciar. Las advertencias verbales, en especial aquellas proferidas por el padre, que poco a poco van siendo internalizadas por el niño, darán origen al superyó.

Tercer tiempo: hay seres sin pene, la amenaza, entonces, es real

Es el tiempo del descubrimiento visual de la zona genital femenina. En este estadio, la zona genital femenina que se ofrece a los ojos del niño no es el órgano sexual femenino sino más bien la zona pubiana del cuerpo de la mujer. Lo que el niño descubre visualmente no es la vagina sino la falta de pene.

En un primer momento el niño parece no prestar interés alguno a esta falta, pero el recuerdo de las amenazas verbales oídas durante el segundo tiempo conferirá ahora su plena significación a la percepción visual de un peligro hasta entonces desestimado.

El niño dada las adhesiones afectivas narcisista con que carga a su pene, no puede admitir que existen seres semejantes a él que están desprovistos de ese miembro. Este es el motivo por el cual, ante la primera percepción visual de la zona genital de la niña, su tenaz prejuicio —es decir, su creencia según la cual es imposible que existan seres humanos sin pene— resiste con fuerza a la evidencia.

El valor afectivo que acuerda a su cuerpo es tan intenso que no puede concebir un ser semejante a él sin este elemento primordial; prefiere defender la ficción que se forjó en detrimento de la realidad percibida de la falta. En lugar de reconocer la ausencia radical de pene en la mujer, el niño se obstinará en atribuirle un órgano peniano al que asocia un comentario: “La niña tiene un pene todavía chiquito, pero que va a crecer.”

Cuarto tiempo: la madre también está castrada. Emergencia de la angustia

A pesar de la percepción visual del cuerpo de la niña, el niño seguirá manteniendo su creencia según la cual las mujeres mayores y respetables como su madre están dotadas de un pene. Más adelante, cuando el niño descubra que las mujeres pueden parir, llegará a la idea de que también su madre está desprovista del pene.

Ese es el momento en el cual surgirá realmente la angustia de castración. Ver un cuerpo femenino abre la vía a la angustia de perder el órgano peniano, pero todavía no se trata, hablando con propiedad, de la angustia de castración.

La percepción del cuerpo de la mujer viene a despertar en el niño el recuerdo de amenazas verbales —reales o imaginarias— proferidas con anterioridad por sus padres y que estaban orientadas a prohibir el placer que obtenía de la excitabilidad de su pene. La visión de la ausencia de pene en la mujer por una parte, y la evocación auditiva de las amenazas verbales parentales por otra, definen las dos condiciones principales del complejo de castración.

Es preciso dejar en claro que la angustia de castración no es sentida efectivamente por el niño, es inconsciente. No se debe confundir esta angustia con la angustia que observamos en los niños bajo la forma de miedos, pesadillas, etcétera. Estos trastornos son sólo las manifestaciones de defensas contra el carácter intolerable de la angustia inconsciente.

Tiempo final: fin del complejo de castración y fin del complejo de Edipo

Bajo el efecto de la irrupción de la angustia de castración, el niño acepta la ley de la interdicción y elige salvar su pene a costa de renunciar a la madre como partenaire sexual. Con la renuncia a la madre y el reconocimiento de la ley paterna finaliza la fase del amor edípico y se hace posible la afirmación de la identidad masculina.

Esta crisis que el niño tuvo que atravesar fue fecunda y estructuran te ya que lo capacitó para asumir su falta y producir su propio límite. Dicho de otra manera, el final del complejo de castración es, para el niño, también el final del complejo de Edipo.

Cabe observar que la desaparición del complejo de castración es especialmente violenta y definitiva. Estas son las palabras de Freud: “... el complejo [de Edipo] no es simplemente reprimido en el varón, sino que se desintegra literalmente bajo el impacto de la amenaza de castración (...) en el caso ideal ya no subsiste entonces complejo de Edipo alguno, ni aun en el inconsciente”

El complejo de castración en la niña

Su punto de partida es en un comienzo similar; en un primer tiempo que situamos como previo al complejo de castración, tanto los niños como las niñas sostienen sin distinción la ficción que atribuye un pene a todos los seres humanos.

El segundo rasgo en común se refiere a la importancia del rol de la madre: Más allá de todas las variaciones de la experiencia de la castración masculina y femenina, la madre es siempre el personaje principal hasta el momento en que el niño se separa de ella con angustia y la niña con odio.

Exceptuados estos dos rasgos en común —universalidad del pene y separación de la madre castrada—, la castración femenina, que estructuramos en cuatro tiempos, sigue un movimiento totalmente diferente a la masculina. Anticipemos desde ahora dos diferencias importantes entre la castración masculina y la femenina:

• El complejo de castración en el varón termina con una renuncia al amor a la madre mientras que en la mujer este complejo abre la vía al amor al padre. “Mientras el complejo de Edipo del varón se aniquila en el complejo de castración, el de la niña es posibilitado e iniciado por el complejo de castración”. El Edipo en el varón se inicia y se termina con la castración. El Edipo en la mujer se inicia con la castración pero no se termina con ésta.

• El acontecimiento más importante del complejo de castración femenino es —tal como lo hemos señalado— la separación de la madre, pero con la particularidad de que es la repetición de otra separación anterior. El primer sentimiento amoroso de la niña por su madre —desde el comienzo de la vida— será interrumpido con la pérdida del seno materno.

Este resentimiento primitivo, este odio antiguo, desaparecerá bajo los efectos de una represión inexorable para reaparecer más tarde, durante el complejo de castración, en el momento de este acontecimiento mayor constituido por la separación de la niña de su madre.

Entonces, resurge en la niña el odio de antaño, esta vez bajo la forma de la hostilidad y el rencor hacia una madre a la que se responsabilizará por haberla hecho mujer. La actualización de los antiguos sentimientos negativos respecto de la madre marcará el fin del complejo de castración.

Primer tiempo: todo el mundo tiene un pene (el clítoris es un pene).

En este primer tiempo, la niña ignora la diferencia entre los sexos y la existencia de su propio órgano sexual, es decir, la vagina. Está absolutamente feliz de poseer como todo el mundo un atributo clitoriano similar al pene y al cual otorga igual valor que el que el niño atribuye a su órgano.

Segundo tiempo: el clítoris es demasiado pequeño para ser un pene: “Yo fui castrada”

Es el momento en que la niña descubre visualmente la región genital masculina. La visión del pene la obliga a admitir, de modo definitivo, que ella no posee el verdadero órgano peniano. “[La niña] advierte el pene de un hermano o de un compañero de juegos, llamativamente visible y de grandes proporciones; lo reconoce al punto como símil superior de su propio órgano pequeño e inconspicuo [clítoris] y desde ese momento cae víctima de la envidia fálica”.

A diferencia del varón, para quien los efectos de la experiencia visual son progresivos, para la niña los efectos de la visión del sexo masculino son inmediatos. “Al instante adopta su juicio y hace su decisión. Lo ha visto, sabe que no lo tiene y quiere tenerlo.”

La experiencia del niño es muy diferente a la experiencia de la niña: ante la visión del pene, la niña reconoce al instante que ella fue castrada —la castración ya fue realizada: "Yo fui castrada”—

Ante la visión del pubis femenino, el niño teme ser castrado —la castración podría realizarse: "Yo podría ser castrado"—.

Para distinguir mejor la castración femenina de la castración masculina debemos tener presente que el varón vive la angustia de la amenaza, mientras que la niña experimenta el deseo de poseer lo que vio y de lo cual ella fue castrada.

Tercer tiempo: la madre también está castrada; resurgimiento del odio hacia la madre

En el momento en que la niña reconoce su castración en el sentido de que su clítoris es más pequeño que el pene, sólo se trata, todavía, de un "infortunio individual", pero poco a poco toma conciencia de que las otras mujeres —y entre ellas su propia madre— padecen igual desventaja.

El odio primordial de la primera separación de la madre, hasta este momento sepultado, ahora resurge en la niña bajo la forma de reproches constantes. Por lo tanto, el descubrimiento de la castración de la madre conduce a la niña a separarse de ésta una segunda vez y a elegir de allí en más al padre como objeto de amor.

Tiempo final: las tres salidas del complejo de castración; nacimiento del complejo de Edipo

Ante la evidencia de su falta de pene, la niña puede adoptar tres actitudes diferentes, decisivas para el destino de su femineidad. Por cierto, estas tres salidas no siempre están claramente distinguidas en la realidad.

1. No hay envidia del pene

La primera reacción de la niña ante la falta es alarmarse tanto por su desventaja anatómica que se aleja de toda sexualidad en general. Se niega a entrar en la rivalidad con el varón y en consecuencia no anida en ella la envidia del pene.

2. Deseo de estar dotada del pene del hombre

La segunda reacción de la niña, siempre ante esta falta, es obstinarse en creer que un día ella podría poseer un pene tan grande como el que vio en el varón, y así llegar a ser semejante a los hombres. En este caso, deniega del hecho de su castración y mantiene la esperanza de ser un día detentora de un pene. Esta segunda salida la conduce a “aferrarse en tenaz autoafirmación a la masculinidad amenazada”.

El fantasma de ser un hombre a pesar de todo constituye el objetivo de su vida. “También este complejo de masculinidad de la mujer puede desembocar en una elección de objeto manifiestamente homosexual”

3. Deseo de tener sustituto del pene

La tercera reacción de la niña es la del reconocimiento inmediato y definitivo de la castración. Esta última actitud femenina, que Freud califica corno "normal", se caracteriza por tres cambios importantes.

a. Cambio del partenaire amado: la madre cede el lugar al padre.

A lo largo de los distintos tiempos que hemos desarrollado, el partenaire amado por la niña es principalmente la madre. Este vínculo privilegiado con la madre persiste hasta el momento en que la niña constata que también su madre fue desde siempre castrada.

Entonces se aleja de ella con desprecio y se vuelve hacia el padre, susceptible de responder positivamente a su deseo de tener un pene. Hay, por lo tanto, un cambio de objeto de amor. Es al padre a quien se dirigen ahora los sentimientos tiernos de la niña. Así se inicia el complejo de Edipo femenino que persistirá a lo largo de toda la vida de la mujer.

b. Cambio de la zona erógena: el clítoris cede el lugar a la vagina.

Hasta el descubrimiento de la castración de la madre el clítoris-pene mantiene su supremacía erógena. El reconocimiento de la propia castración y de la castración materna, así corno la orientación de su amor hacia el padre, implica un desplazamiento de la libido en el cuerpo de la niña.

En el curso de los años que van de la infancia a la adolescencia, el investimiento del clítoris se irá transmutando a la vagina. Entonces, el deseo del pene significa deseo de gozar de un pene en el coito, y la “vagina es reconocida ya entonces corno albergue del pene y viene a heredar al seno materno”.

c. Cambio del objeto deseado: el pene cede el lugar a un hijo.

El deseo de gozar de un pene en el coito se metaboliza, en esta tercera salida, en el deseo de procrear un hijo. El desplazamiento de los investimientos erógenos del clítoris a la vagina se traducirá por el pasaje, del deseo de acoger en su cuerpo el órgano peniano, al deseo de ser madre.

En efecto, uno de los fines de la experiencia analítica es posibilitar y reactivar en la vida adulta la experiencia por la que atravesamos en la infancia: admitir con dolor que los límites del cuerpo son más estrechos que los límites del deseo.

Lo esencial de esta experiencia radica en el hecho de que el niño reconoce por primera vez —al precio de la angustia— la diferencia anatómica de los sexos.

El complejo de castración

Freud

Explícitamente, estas amenazas alertan al niño contra la pérdida de su miembro si persiste en sus tocamientos, pero lo implícito en juego en las advertencias parentales estriba en hacer abandonar al niño toda esperanza de ocupar un día el lugar del padre en el comercio con la madre.

“Siempre se le presenta alguna ocasión de contemplar la región genital de una niña y convencerse de la falta de aquel órgano de que tan orgulloso está, en un ser tan semejante a él. De este modo se hace ya posible representarse la pérdida de su propio pene, y la amenaza de la castración comienza entonces [a posteriori] a surtir sus efectos”.

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